Palabras para la recepción del premio Sergio Galindo 2010

El 24 de septiembre de 2010, ante un público presidido por los escritores Sergio Pitol, Ernesto Cardenal, Sergio Ramírez, Santiago Gamboa et al, el escritor colombiano Daniel Ferreira recibió el premio Latinoamericano Sergio Galindo y leyó un texto breve de agradecimiento:

Palabras para la recepción del Premio Latinoamericano Sergio Galindo 2010

Hace poco me contaron la anécdota de una estudiante universitaria que llegó quebrantada a recibir clases en su alma mater. Era blanca, pero venía lívida, con los párpados demacrados de llorar. Le preguntaron qué tenía, por qué ese llanto, y dijo que dos días antes había oído en radio la historia de los descuartizados de la matanza de El Salado, ocurrida en El Carmen, departamento de Bolívar, Colombia, el 18 de febrero del año 2000. Dijo que no podía entender que algo así pasara en su mismo país y ella no se hubiera enterado. No podía creer que algo así ocurriera cuando ella tenía 18 años y, feliz, se besuqueaba con su novio en un parque de ciudad. Era víctima del desconcierto. Su llanto era una auto-recriminación: haber sido feliz mientras otros sufrían vejámenes, haber vivido un tiempo y un espacio paralelo, aislado, feliz, mientras alguien era torturado. Llevaba dos días y dos noches sin dormir, pensando en la música de acordeones que acompañó el degüello de medio pueblo; llevaba días y noches pensando en la mujer embarazada a la que sacaron el feto para después obligar a los demás habitantes a comerlo en una sopa, en las cabezas abiertas con destornilladores, en las niñas violadas. Lloraba, vomitaba. La compasión por aquella gente atormentada de El Salado la había puesto frente a frente contra el abismo de la desidia, frente a frente contra la indignación a destiempo.

Entonces, al pensar en esa estudiante universitaria que sentía compasión por las víctimas de una “vieja” matanza a la colombiana, comprendí la consternación que provocaba el llanto en sus compañeros: la tragedia en Colombia se volvió tan cotidiana que a nadie conmueve. Nadie atiende a la noticia de una masacre ni le exige al periodismo las máximas quintilianas para tratar de entender el fenómeno. Cada masacre se registra como otra matanza más en la suma de matanzas que vive Colombia desde que existe como nación. Una suplanta a otra. Pero, ¿quién puede saber en realidad lo que es morir descuartizado, o sentir lo que siente tu hijo al morir a machetazos sin haberlo visto, sin haber sentido el filo que corta tu carne y tu hueso y tu cabeza? Tener compasión es compartir la pasión. ¿Pero quién puede compartir la pasión en ausencia? El único modo de saber qué siente aquel a quien le descuartizan un hijo es que te descuarticen a tu propio hijo. Por supuesto, esa es una prueba que pocos están dispuestos a aceptar para acompañar el dolor del otro.
La literatura puede lograr lo que la vida impide y lo que las demás artes pervierten: hacer asistir al momento. Recuerdo a Alberto Manguel cuando escribe en Diario de lecturas que había una crueldad que no toleraba en el cine ni en televisión, por su inmediatez, pero sí en los libros, por su desarrollo poético, y que Don Quijote era uno de los libros más violentos que conocía. Creo, a diferencia de Manguel, que el Quijote es tímidamente violento, comparado con novelas de violencia sádica como Historia del ojo de Georges Bataille, Allá lejos de Joris Karl Huysmann, El gran cuaderno de Agota Kristof, los cuentos de Bierce, los de Dalton Trevisan o Historia de la destrucción de las indias del cura Las Casas. Creo que el Quijote es tímidamente violento incluso frente a libros de suplicio y justicia cínica como la Biblia, sin embargo, creo comprender la confesión leída en el diario de Manguel, y considero su idea justa, porque en mí también habita la misma repugnancia ante el cine explícito, pero soporto la violencia si viene en moldes de letras, en literatura. La literatura te hace asistir al instante, pero el instante no te violenta porque los recursos de que se sirve (la metonimia, la dilatación, la fragmentación temporal, la multiplicidad sicológica) permiten tomar la parte por el todo, comprender los motivos del asesino y la perspectiva desde la víctima, tomar distancia moral, hacer una pausa, incluso fumar un cigarrillo antes de atreverse a continuar con el siguiente episodio. Es un efecto que pertenece a los dominios de la literatura, a lo que aún la salva en esta era ultra-mediática, porque las palabras no son los hechos. Las artes visuales, el cine a la cabeza, en su imagen directa, explícita, reducen la violencia a una dicotomía moral: o sostener la mirada, o quitarla. La Historia (con mayúsculas), con sus pretensiones de objetividad y su búsqueda de leyes sociales sistemáticas; y el periodismo (con los grilletes de la verdad para no ofender a las mentes objetivas), tienen en sus pies los mismos grillos a la hora de hacerte asistir al momento. La literatura, sin embargo, es la representación de los hechos, y no los hechos mismos. En la exploración imaginaria de una ficción violenta nadie puede imaginar el libro de la misma forma que otro lector, porque toda una vida y una ética atraviesan la lectura de cada cual.
Cuando terminé de escribir esta novela, pensé que era impublicable en Colombia. En mi país, las cicatrices de la violencia más reciente, no se han cerrado, porque la sangre sigue tibia, porque uno de los alimentos favoritos de la violencia es la impunidad y el silencio. En ese panorama, yo había decidido escribir una historia salvaje con las excrecencias de nuestra realidad execrable. Y Colombia, que es un país muy extraño, ha aceptado sin inmutarse las peores matanzas en prensa y televisión, pero recrimina al artista que destaca el sufrimiento y la crueldad, como si los escritores o los pintores o los cineastas tuvieran una campaña de desprestigio contra los valores más excelsos del patrimonio nacional; como si los artistas se hubieran inventado la sevicia. Ni los artistas se inventaron la sevicia, ni Colombia se inventó la violencia. Cuando empecé el libro que premian hoy, ya conocía la advertencia de García Márquez de 1957 donde alertaba sobre una distorsión común a las 70 novelas que abordaron la Violencia de esa época: el error, decía, era haberse detenido en la descripción de la sangre y de los pobrecitos muertos, cuando lo importante para la literatura debía ser la vida, cómo se enfrenta el dolor y cómo se sigue viviendo en la desgracia. La conocía y me propuse como rasero no cometer el mismo error, pero mientras redactaba comprendí que a la literatura no sólo le concierne la historia de los que quedan vivos, sino la de los verdugos y de los que son indiferentes. Algo que me sigue obsesionando es entender la génesis, el entorno y el desarrollo de una mente criminal. ¿De dónde nace, dónde se engendra, de dónde emerge y por qué se encona la violencia? Creo que la respuesta puede estar en múltiples aspectos, pero destaco tres: la reacción natural a un mundo separado en jerarquías, la simple actividad del lucro y la casualidad. Cualquiera sea el camino por el que se llegue a sufrirla o a provocarla, es uno de las situaciones más complejas del ser humano y un desafío para nuestro pobre planeta extra-poblado. Alesandro Baricco, concluye su ensayo El hombre que reescribía a Carver con estas líneas: “Regresé con la idea de que aquel hombre, Carver, tenía en la cabeza algo terrible pero también fascinante. La idea de que el sufrimiento de las víctimas es insignificante. Y que el residuo de humanidad que hierve bajo esta zona glacial está custodiado por el dolor de los verdugos.” Y Christopher Domínguez, sobre Relato de un asesino, de Josep Roth, dice: “Para Roth el mal y sus víctimas pertenecen a la naturaleza del mundo y no son necesarias las justificaciones de la inteligencia para valorarlo.” Las dos ideas son ambivalentes: esbozan un aspecto clave en el abordaje del asesino y de sus motivos. ¿Las explicaciones de la inteligencia para valorar la barbarie le deben pertenecer a la academia, o al arte? ¿No es el asesino, una vez consumado el crimen, lo único que nos queda para descubrir los motivos? Los motivos que descubrí en los bandoleros de esta novela eran baladíes. Incluso avergüenzan. Me-avergüenzan: la muerte en Colombia pasó de ser una economía menor a consolidarse como industria nacional entre los años ochentas y noventas. Ciudades como Medellín tienen hoy 6000 matones disponibles las 24 horas del día (cifra de El Espectador, 29 de agosto de 2010). Hay gente que mata por veinte dólares para subsistir. El cómo y el por qué ocurrió esto no sólo le concierne a la academia; también a los artistas, a las clases dirigentes y a toda la sociedad. El país que se acostumbre a la atrocidad cotidiana verá nacer al hombre que mata para poder vivir. Ojalá que el México underground que hace meses nos sorprende en la prensa por la atrocidad de los crímenes, no lo vea nacer impávido y convertirse en un tipo social cotidiano, en un estilo de vida, como sí lo hizo Colombia.

Es un honor para mí recibir este premio de la casa editorial que abrió las puertas a los libros tempranos de Pitol y de García Márquez y de Monsiváis.

Muchas Gracias y que la suerte nos acompañe.

Xalapa, Veracruz, 24 de septiembre de 2010

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